La isla del tesoro (trad. María Durante) by Robert Louis Stevenson

La isla del tesoro (trad. María Durante) by Robert Louis Stevenson

autor:Robert Louis Stevenson
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Aventuras
publicado: 1881-01-01T00:00:00+00:00


Así que fui bordeando el bosque hasta que llegué a la parte posterior de la empalizada, la que da al interior, y enseguida mis leales amigos me recibieron con alegría.

En cuanto les conté lo que me había pasado me puse a inspeccionar el lugar. Toda la cabaña, techo, paredes y suelo, estaba hecha con troncos de pino sin escuadrar. El suelo se alzaba en varios sitios un pie o pie y medio sobre la arena. Había un porche a la entrada y, bajo este, un manantial brotaba de una especie de fuente, que no era otra cosa sino un caldero grande de hierro procedente de un barco, al que le habían quitado el fondo y habían enterrado en la arena «hasta la línea de flotación», como decía el capitán.

De la casa no quedaba prácticamente más que la estructura; pero en un rincón se veía una losa de piedra que hacía las veces de hogar, y una vieja y oxidada cesta de hierro que servía de brasero.

Los árboles de las laderas del montículo y del interior del fortín habían sido talados para construir la cabaña, y los tocones que quedaban nos indicaban que allí se había destruido una bella y frondosa arboleda. La mayor parte del suelo fértil había sido arrasada por las lluvias o había quedado enterrada bajo las dunas tras la tala de los árboles. Solo se veía tierra y un poco de vegetación en el regato por el que corría el agua procedente del caldero, tapizado de espeso musgo y en el que crecían algunos helechos y hiedra. Muy cerca del fortín, demasiado cerca a efectos de su defensa, según decían, el bosque seguía creciendo alto y frondoso, poblado únicamente de pinos hacia el interior y con una gran proporción de robles vivaces en la parte que daba a la costa.

La fría brisa de la noche que ya he mencionado silbaba al colarse por las grietas del rudimentario edificio y sembraba el suelo de una lluvia continua de arena fina. Teníamos arena en los ojos, en los dientes, en la comida, arena borboteando en la fuente en el fondo del caldero, como las gachas cuando rompen a hervir. Nuestra chimenea era un agujero cuadrado en el tejado, por el que no salía más que una pequeña parte del humo, pues el resto se quedaba flotando por la casa, haciéndonos toser y llorar.

Añadamos a esto que Gray, nuestro nuevo compañero, tenía la cara vendada debido al navajazo que había recibido al separarse de los amotinados; y que el pobre de Tom Redruth seguía sin enterrar, tendido junto a la pared, rígido y tieso, cubierto por la bandera británica.

Si se nos hubiese permitido estar ociosos, nos habríamos puesto melancólicos, pero el capitán Smollett no era hombre que lo consintiera. Convocó a todos los hombres y nos repartió en dos retenes. El primero lo componíamos el doctor, Gray y yo, y el segundo, el caballero, Hunter y Joyce. A pesar de lo cansados que estábamos todos, mandó a dos por leña,



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